Murió el rey. Larga vida al rey
Una despedida para Michael K. Williams. Nadia Nadim y todo lo que los talibanes no quieren que sea una mujer. Sobre olvidar tu primer idioma y sobre perder a una mascota.
¡Hola, televidentes!
Bienvenidos a una nueva entrega de este newsletter. Esta semana está llena de balances y de links emotivos. Sugiero tener bien ajustados esos cubrebocas para enfrentar este texto lacrimógeno.
A partir de acá, es culpa suya seguir leyendo.
Una persona con códigos
En el panteón de las series de televisión, sin dudas “The Wire” se coloca como una de las mejores de siempre. En mi lista personal, la serie creada por David Simon –un periodista, ni más ni menos– está en el podio junto a Twin Peaks y Neon Genesis Evangelion.
El 6 de septiembre pasado, todos a los que alguna vez aquella serie –cinco temporadas, 60 episodios, 60 horas de la mejor narrativa televisiva que se vio alguna vez en este desolado planeta– nos enteramos con estupor, como sus amigxs, sus compañerxs y sus fans, que Michael K. Williams había muerto.
Williams tenía 54 años y fue encontrado en su casa aquel lunes odioso. Nosotros no especularemos sobre la causa de muerte de uno de los mejores actores de su generación. Solamente nos dedicaremos a elogiar su brillante carrera, de la que sobresale sobre todo su personaje en The Wire: Omar Little.
“La forma en la que muchos de nosotros en el barrio lo vemos, Mike es como un profeta de los proyectos”, le dijo Darrel Wilds al New York Times. El hombre de 50 años creció con el actor en Vanderveer, en referencia a los proyectos, como se le conoce a una zona de viviendas desarrolladas y subsidiadas por el gobierno estadounidense donde los alquileres son bajos, precisamente para impulsar a grupos de bajos recursos, y donde casi siempre hay una mayoría de población afroamericana. “Él representa a la gente de su barrio ante el mundo”, añadió Wilds.
Pero, recuerda el Times, mientras era uno de los representantes de su comunidad, varios de sus roles –incluido también un entrañable personaje en la medianita serie “Boardwalk Empire”– lo llevaban a revivir “recuerdos agonizantes” que lo arrastraban a sus horas más oscuras. Sus demonios a veces se imponían a sus mejores ángeles.
David Simon recordó apenas esta semana a Williams en un bello elogio en el periódico neoyorkino. Me quedo con la frase que retoma del actor –Omar comin’ yo!– sobre cómo definía a “The Wire”, una obra comparada muchas veces con Charles Dickens, entre otros: “Una carta de amor a nuestro país. Algo así como los planos que enseñan en dónde estamos rotos, quebrados”.
Omar, su personaje, es uno de los que más me ha emocionado, incluso contando novelas, cuentos y ficciones leídas. Un tipo siempre en los límites de todo – de la vida, de la ley– pero que nunca perdió lo que llamamos los códigos: una forma de conducirse ante la vida, una ética, los principios con los que nuestro querido vaquero de las calles de Baltimore vivió y sostuvo hasta el final. “A man gotta have a code”, dice Omar, el negro gay que sobrevive para siempre.
“La cicatriz hipnótica que cruzaba la cara de Williams –souvenir de una pelea a la puerta de un bar donde le cortaron con una cuchilla de afeitar, antes de ser actor– podía representar esa frontera y delimitar el Omar bueno del malo, como las dos caras de Jano o como Jekyll y Hyde, pero el personaje no es dialéctico, no tiene un lado luminoso y otro oscuro, sino ambos a la vez y siempre”, escribe Sergio del Molino en El País. “Omar Little no puede ser derrotado”:
Además, están en armonía: Omar es un criminal peligrosísimo y un caballero con un sentido afilado de la justicia. No es a veces criminal y a veces justiciero, sino ambas cosas al mismo tiempo, sin que las dos naturalezas se peleen en su interior. Si hay un personaje de “The Wire” en paz consigo mismo —y en guerra, por tanto, con todos los demás— es Omar Little.
La revolución de The Wire no consistió en cambiar los cánones narrativos de la tele, ni en convertir una tragedia de Shakespeare en cultura popular –Shakespeare ya era cultura popular, esa revolución estaba hecha–, ni en ennoblecer las series elevándolas a la categoría artística del cine. Bien mirada, “The Wire” no es para tanto, siendo mucho. David Simon no era un pionero, ya le habían desbrozado el camino muchos otros, “Los Soprano” entre ellos. De hecho, la serie no contiene una sola innovación que no estuviera ya en “Canción Triste de Hill Street”, la serie que de verdad cambió la forma de narrar en la tele. Donde “The Wire” descolla es en la moral y en el mito. Por primera vez, y de una forma mucho más profunda que en “Los Soprano”, todo lo que se cuenta se resiste a ser juzgado. Nada es maniqueo, nada está bien o mal, no hay moraleja ni salvación. O, mejor: todo está mal y, por tanto, todo está bien. La única justicia es la que dispone el destino. Esto sí es un punto de inflexión, a eso se refería Simon cuando maldecía al espectador medio. Después de “The Wire”, el moralismo es solo un fósil de la tele rancia.
Y una canción de despedida:
La selección de la semana
Ya que “vivimos entre los muertos”, como decía un amigo, no nos olvidamos tampoco del legendario comediante estadounidense Norm Macdonald, quien murió de cáncer a los 61 años.
El tipo era buenísimo con los chistes ácidos y, a pesar de haber tocado la fama en Saturday Night Live, su regreso al show luego de ser despedido es desopilante: se burla en la cara a todos los que lo negaron, en medio de los abucheos de sus excompañeros, en un momento graciosísimo e incómodo a la vez.
De MacDonald quizá mi recurso favorito era la forma en que contaba sus anécdotas –en realidad eran chistes disfrazados de anécdotas–, donde el remate, la parte clave de la broma, era tan simple, tan absurdo, que le añadía una gracia tremenda a todo el show. “Ah, ¿está muerto? No sabía ni que estaba enfermo”, dijo una vez sobre Hitler, en uno de sus arranque más cómicos. Ah, ¿murió Norm? No sabíamos ni que estaba enfermo, decimos ahora, como le hubiera gustado. Porque además es cierto.
El problema. ¿Vieron cómo las pantallas de los carros son cada vez más parecidas a una pantalla normal, como lo podría ser la de un iPad o la televisión de la sala? Pues ya es un grave problema de seguridad vehicular y, oh sorpresa, no está regulado.
Sobre el corona. Cuáles son las siete etapas del COVID-19 severo, explicado por Los Angeles Times.
La entrevista. Nadia Nadim juega al fútbol y es una mujer libre. “Soy todo lo que los talibanes no quieren que sea una mujer”, le dijo a la CNN. Aquí, su historia y el futuro de las mujeres en Afganistán.
El estreno. Un film antifascista de 1931 que se creía perdido será, por fin, estrenado. Se pensaba que los nazis lo habían destruido para siempre, pero el metraje realizado por los polacos Stefan y Franciszka Themerson se podrá ver en pleno 2021 en el Festival de Londres.
El ensayo. Una estadounidense escribe sobre perder su primer idioma, el cantonés. Sus padres, originarios de China, nunca aprendieron inglés. Su hija olvidó el lenguaje de sus antepasados para salir adelante. Una historia emotiva sobre la memoria y el poder del lenguaje escribe Jenny Liao en The New Yorker.
La despedida. “Todos los perros van al cielo, me dijeron luego de de la muerte de George. Al parecer, en realidad son emisarios de aquel lugar. Eso significa que la memoria de George es su regalo final. Me permite regresar a la pregunta que enfrentábamos cada mañana: ¿qué haremos con el resto de nuestro camino antes de nuestra caminata final hacia lo que llamamos hogar?”. Sobre perder a un perro, uno más de la familia, rememora John Dickerson en The Atlantic.
El poema. “Ya la memoria está cansada./ Y otra es la casa”, escribe la poeta Gaëlle Le Calvez en esta muestra de su trabajo lírico en la New York Poetry Review.
La nota. En Kenya, y asumo que en prácticamente todos los países del mundo, hay ejércitos dedicados a la desinformación. Los “soldados” cobran 15 dólares la hora. Un reportaje de Rest of the World.
El personaje. ¿Quién está detrás de la popular cuenta de “llegó el fin de semana” en Twitter? Acá lo develan.
El link. El archivo de películas negras. Disponible para todos. Cortesía de la genial Maya Cade:
Llegamos al final de esta edición del newsletter, queridxs lectores. Gracias como siempre por su confianza y su atenta atención. Si quieren seguir leyendo, acá se puede consultar el archivo de todas las entregas anteriores.
Por si no lo sabían, el martes pasado publiqué el tráiler –una provocación, digamos– de mi primer podcast, nacido a partir de este experimento. Acá pueden escucharlo.
Además, se puede escuchar también acá en los Podcasts de Apple y en Spotify, en donde se pueden suscribir para que todos los episodios les lleguen cuando se publiquen, sin costo alguno:
Desde ya, gracias por sus comentarios, críticas, insultos, shares y likes. Pero, sobre todo, por arriesgarse a perder el tiempo en todo este contenido. El que firma todavía no puede creer que de verdad se hayan sumado a esta aventura absolutamente enloquecida.
—Manu.